La arena. Lirn. 2011. |
Eddie Eynar, un profesor de guión que habla con un muy marcado acento argentino porque estuvo seis meses allá, nos mandó a las luchas. El ejercicio debía inspirarnos un relato. La siguiente historia es el resultado de dicha inspiración.
De la lucha al ring
De nuevo he sido suspendido por
pelear en la escuela. Los bravucones de siempre escondieron los balones para
que nadie pudiera jugar. Fui a su escondite e hice gala de los movimientos
aprendidos el domingo en el Canal 9. Cada vez los perfecciono más; hice sangrar de
la nariz a dos de ellos y a otro casi lo descalabro.
El
Director llamó a mi madre. Ella detuvo los mandados matutinos para correr a la
escuela. Llegó con seis bolsas llenas de verduras, frutas, carne y todo lo que
la quincena puede pagar para alimentar a una familia de cinco. Me ha regañado.
Ya me he acostumbrado a sus gritos, mejor dicho, me acostumbré a ignorarlos. Aprendí
a alojar mi mente en el cuadrilátero. Mis pensamientos ven cómo Dragón
rojo le retuerce el pescuezo a Atlantis,
mientras ella mueve sus labios enérgicamente.
Hemos
llegado a la casa. Agarro mis luchadores y me pongo a jugar con ellos en el
cuarto de mi abuelo, quien tiene en toda la pared afiches de los guerreros de
su época. Él fue luchador; o al menos eso dice. Apenas empezaba. Tenía grandes
cualidades, muchos creían que llegaría lejos. Un día, cuando saludaba al público de la primera fila, se le aventaron de
la tercera cuerda. Volteó a tiempo para recibir a su enemigo, pero el impactó
dirigió su cuello hacia una butaca vacía. Ahora, lucha para no caerse de su
silla de ruedas cuando se queda dormido.
Mi
papá ha llegado con mi hermana. Tiene noticias para mi madre. Mi hermana está a
punto de reprobar matemáticas, lo único que la puede salvar es obtener un diez
en el examen final. Los días y las noches siguientes serán de pelea entre ella
y los libros. Mi madre también le tiene nuevas. Si vuelvo a ser suspendido este
año, seré expulsado definitivamente de la escuela.
Ha comenzado la batalla de mi papá. Posee dos
boletos para la función de lucha libre de esta noche, uno para él y otro para
mí. Mi madre se rehúsa a darme permiso para ir. Piensa que ya estoy bastante
afectado por ver personas en el ring. Mi papá insiste, en vano. Ha perdido la
discusión.
Mi padre me ha traído a las
luchas. Mientras mi madre veía la telenovela de las ocho, él, a escondidas, me
sacó de la casa y me trajo aquí. Llegamos justo a la última pelea. Dragón Rojo contra Atlantis. Ambos entran con gran espectacularidad al ring; los
destellos de las cámaras los iluminan, los coreos del público alimentan su ego
y la voz del presentador los alienta a pelear.
Al
pisar la arena, el tiempo se detiene por tres caídas. El sonido alrededor se
ensordece, todos desaparecen excepto el enemigo. Desde pequeño me lo he
preguntado, y creo que por fin tengo una respuesta. Piensan en lo mismo que mi
madre, mi abuelo, mi hermana, mi papá y yo. Buscan ganar sus pequeñas batallas
para seguir peleando. Para continuar viviendo. Ellos
hacen la lucha diaria más vistosa, le ponen complejos movimientos e
imposibles acrobacias. Son los encargados de llevar la lucha de cada uno de
nosotros al ring.