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René Magritte, Les Amants I, 1928. |
La inevitable
necesidad de lo absurdo.
Con incredulidad y desprecio, ella miró la carta que Armando
Pola escribió para jamás ser leída:
Han pasado siete meses
y te vuelvo a encontrar. Pensé que sería diferente. He crecido. He madurado. He
aprendido. Lo cierto es que nunca dejé de pensarte. Con el tiempo, la mezcla de
dolor, desconsuelo, desilusión y felicidad disminuyó, pero nunca desapareció el
absurdo sentimiento, ansioso por crecer nuevamente. Lucho contra él, aunque de
antemano se anuncia mi derrota. Ya fui vencido. Sé bien cómo es estar a su
merced, por eso me rehúso a caer.
Siempre encontré ridícula
la forma en que las parejas se demostraban su cariño. La energía desperdiciada
por las personas en sus relaciones me parecía una pérdida innecesaria de vida,
una distracción de los asuntos importantes de la sociedad. Veía el “mal de amores” como un mal de
idiotas. Pensaba, no, aún lo pienso, que no vale la pena sufrir por alguien
más. Uno nace solo en este mundo, y solo se debe aprender a lidiar en él. Es un sinsentido esperar a quien nos
complete, uno ya está completo.
De poco me sirvió mi
filosofía cuando te encontré. No sentí gusto por ti de inmediato. Sólo eras una
chica más de la clase. No estoy seguro de cuándo dejamos de ser compañeros para
ser amigos, pero recuerdo cómo pasamos a ser mejores amigos. Ahí perecí. De
pláticas cibernéticas inofensivas pasamos a llamadas de video, iniciadas en el
crepúsculo, concluidas en el alba. Muchas veces quedé cautivado por tu sueño,
del cual yo era el guardián. Los encuentros fortuitos en la Universidad dejaron
de ser obra de la coincidencia, para convertirse en citas que se diluían
rápidamente al paso de las horas. Podía pasar todo el día a tu lado. <Un día
que duraba un instante>.
Me convencí mil veces de
que nada se estaba gestando, que sólo éramos dos amigos más, en una relación
insignificante. <Yo, insignificante de ti; tú, de mí>. ¿Cómo alguien
puede llegar a ser indispensable para vivir? Yo, que podía alejarme de mis
amigos, de mis familiares, sin adolecer consecuencias de ataduras emocionales.
Yo, un hombre lógico, analítico, era martirizado por tu pensamiento. Negaba la
realidad. Precisaba huir. Alejarme. Escapar antes de la venida de lo irremediable.
Cada momento me lo repetía: podía prescindir de ti. De mí se apoderó un
sentimiento: la irracional necesidad de querer estar sin ti.
Llegó la fatídica fecha.
Era el último día de otoño. Fue una mañana helada, una tarde fría y una noche
tibia. Para ese entonces ya me había sincerado conmigo. Muy a mi pesar, había
conciliado mis sentimientos con la razón.
Como cada año, asistí a aquella tradicional fiesta de la temporada, pero
ahora con el conocimiento de que estarías en ella. Tú fuiste con los tuyos, yo,
con los míos. Después de varias copas nos encontramos.
Nos vimos. Te abrace.
Nos abrazamos. No recuerdo las palabras que nos dijimos a los oídos;
seguramente intranscendentes. Algo pasa con los primeros besos, uno no recuerda
cómo empiezan exactamente, hay un lapso perdido entre el acercamiento de las
bocas y el contacto de los labios. Nos besamos. Nos volvimos a acercar a los
oídos. Se suspiró algún “te quiero ”. Continuamos
el juego de lenguas. Prosiguieron los susurros. “ esto está mal”. <La advertencia
ignorada de alguna conciencia>.
No sé cuánto tiempo
estuvimos así, en tal acto labial.
Cuando desviamos nuestra atención
a los asuntos correspondientes al tiempo-espacio, advertimos que la oscuridad
había llegado. Nada es eterno. Un momento, que probablemente duró horas, me
pareció fugaz. Tan mágico y tan malévolo. Tan acertado y tan erróneo. Tan
perfecto y tan doloroso. Cada quien regresó a su camino. Yo di por terminada
nuestra historia.
Continuaría el festejo
de esa noche perenne, me dirigía a otro punto de la fastuosa ciudad. Mi teléfono
vibró.
“Te quiero, ven por
mí, te espero”.
Llamaste más de una
vez. Habías sufrido los estragos del alcohol. Sin dubitaciones, regresé al
sitio en donde nos dejamos de mirar. Corriste. Me abrazaste. Me besaste. Te
propuse ir a mí original destino, y nos encaminamos hacia él. El recorrido
estuvo plagado de besos, caricias y de las palabras que dotaban de puro masoquismo
al escenario: “Te quiero. Esto está mal. Somos amigos. Prométeme que él no se
enterará”.
Quedamos varados en la
calle al término de la juerga. La coincidencia fue mi aliada; las
circunstancias nos llevaron a mi morada. Te lancé hacia mi cama. Comenzamos el
jugueteo. Te quité una prenda, luego otra. Lentamente sentimos el roce de
nuestra piel desnuda. Disfruté de tu olor, de tu cuerpo, de tu ser. Hicimos el
amor hasta el amanecer. “Te enamoraste de mí”, afirmaste mientras abrazados
yacíamos entre las sábanas. No contesté, no tenía palabras, solamente te besé y
me abrigué con tu piel. Todo perece. Te acompañé a tu casa, ahí dejé el último
sello de mis labios en los tuyos.
Irrisorios días
comenzaron. Necesitaba ser a tu lado. < ¿Por qué?> Me lo pregunté en
diversas ocasiones. Me hice creer que tus cualidades te volvían perfecta para
mí, que no encontraría a alguien como tú. Era la justificación para mi estado.
Lo cierto es que no comprendía por qué razón mi ser exigía estar contigo. No
tenía sentido, no era lógico. Era, por mucho, algo absurdo, no podía tolerar la
idea de no comprender el porqué. < ¿Por qué tú?>
Perdí. Navidad se
acercaba. Por incomprensible capricho decidí comprar un regalo para ti. <Un
obsequio jamás entregado>. No te había visto desde aquella noche, y era
probable el no verte más. Intenté encontrarte en diversas ocasiones, la
presencia de tu prometido fue el pretexto para rechazarme. Me rendí. Me tocó
perder.
Entré en la etapa más
oscura de mi vida. Me lancé a los
excesos. Parrandas, alcohol, mujeres en encuentros
fortuitamente efímeros, acedia, a veces podía comer continuamente las 24 horas,
en otras no probaba bocado alguno en días. Nadie puede depender tanto de una
persona, nadie debería ser afectado por ella de tal manera, de tal magnitud, es
algo completamente estúpido. Remisamente volví a ser yo, a convencerme de mis
creencias. Uno no necesita de alguien más. De nuevo, las demostraciones de amor
de mi contexto me parecieron pecantes de sosedad.
La vida es injusta y
cruel porque la naturaleza no entiende el concepto de justicia, ni de crueldad,
hecho por el humano. La casualidad te trajo a mí. Nos juntó después de siete
meses. Me prometí no volver a desmoronarme. No volver a enamorarme, pero auguro
que romperé mi juramento. Te pienso de nuevo, ahora en la víspera de tu boda.
Dicen que una historia
de amor sin tragedia no es digna de contar, yo digo que el hombre tiende
patológicamente hacia el melodrama. Un amor fallido es glorificado, el dolor es
enaltecido, la desilusión bendecida. Los amores vertiginosos, efímeros,
pasionales, son más apreciados, en nuestra sociedad, por su estructura
dramática, que aquellos estables, cotidianos, “felices”, “sin chiste”.
Es inevitable creer en
quimeras, desear imposibles, cavilar en dioses, fes, sueños
y esto La única salida es dejar de verte, esperar a
que el tiempo lentamente mate un absurdo, despreciable, insensato e incoherente
sentimiento:
la
irracional necesidad
de
querer contigo estar.
Dobló con fastidio ese trozo de papel arrugado y pensó en
Armando Pola por última vez. Tiró la carta a la tierra, donde permaneció
eternamente. El aire comprendió que Armando Pola y la mujer jamás volverían a
estar en el mismo espacio, ni en el mismo ahora.
Lirn